La ortodoxia económica vigente tiene mucho más que ver con las causas de la crisis que con sus soluciones.
Por Juan Tugores Ques *
Cuatro años después del inicio de la Gran Depresión, Keynes describía la perplejidad con que se encontraban quienes, insatisfechos con el sistema de “capitalismo internacional pero individualista” al que calificaba como ni inteligente ni justo, se preguntaban acerca de las alternativas. Transcurrido un tiempo similar desde el inicio de la Gran Recesión, esta cita del economista británico vuelve a estar de actualidad. La indignación de unos y la perplejidad de muchos tiene más claros los motivos de frustración y desencanto que los ingredientes para formular alternativas realmente operativas, que permitan construir algo que supere las causas profundas y las peores consecuencias de las dinámicas que nos condujeron a los problemas recientes. El resultado de facto de esa desorientación es un retorno a la creciente hegemonía de ortodoxias que tienen mucho más que ver con las causas de la crisis que con sus razonables soluciones.
Los paralelismos van peligrosamente más allá. Keynes apuntó a las responsabilidades de la forma profundamente insatisfactoria con que se salió de la Primera Guerra Mundial, sin afrontar los problemas de fondo que la propiciaron. Y la ineficiencia en la distribución de los ajustes -entre los países y dentro de cada uno de éstos- fue incluso más grave que su inequidad, propiciando un empobrecimiento y desorientación de amplios segmentos de la población que fue caldo de cultivo para “una variedad de experimentos político-económicos” que acabaron mal, unos en 1945 y otros en 1989. Ciertamente el orden que pretendió establecer el Tratado de Versalles de 1919 fue una bomba de relojería que mereció con creces la denominación de desorden que le dio el profesor Charles Kindleberger.
No aprendimos entonces las lecciones a la primera: se tuvo que esperar a una segunda oleada de errores y gravísimos problemas antes de alcanzar unos acuerdos razonables en Bretton Woods, interpretados recientemente con lúcida perspectiva por Dani Rodrik como un razonable equilibrio entre, por una parte, una internacionalización que ofrece excelentes posibilidades de mejoras de productividad y eficiencia y, por otro lado, los compromisos públicos con la democracia política y la provisión de bienes y servicios públicos. Ese mix fue un hito histórico que propició décadas de crecimiento… y que permitió reconducir unas ratios de endeudamiento incluso superiores en algunos casos a los que hemos alcanzado en la actualidad.
Las dinámicas recientes, con efectividad a la baja de la cooperación internacional y con mecanismos de presión al alza sobre países con menguante soberanía económica y política, recuerdan bastante más a las pautas post-Versalles que a las de Bretton Woods. ¿Volveremos tropezar en la misma piedra de necesitar (al menos) un segundo batacazo para superar las interesadas inercias interesadas de unos y la impotente desorientación y perplejidad de muchos?
Catedrático de Economía de la UB.*
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