La crisis de Oriente Medio puede dejar al mundo pendiente del barril de petróleo

 Por Larry Elliot




Hay sombras de la turbulencia de los primeros 70 en la inflación, la inestabilidad financiera y el caos político de Egipto.  
 
Para quienes tengan una memoria lo bastante buena, todo parece inquietantemente familiar. Con un trasfondo de inflación ya en ascenso, Oriente Medio se sume en el caos, catapultando los precios del petróleo y precipitando a la economía global en una recesión.

Esto fue precisamente lo que sucedió en 1973-74 como resultado de la guerra árabe-israelí, mediante un boicot a Occidente por parte de los productores del cártel de la OPEP y un aumento del precio del crudo, multiplicado por cuatro. La crisis, sin embargo, tenía raíces más hondas: la incapacidad de los EE.UU. de anclar el sistema financiero internacional, dado el coste de la guerra de Vietnam y los programas de la Gran Sociedad del presidente Lyndon Johnson, un incremento regular de la presión de los precios a lo largo del quinquenio anterior, y la fácil disponibilidad de crédito conforme los políticos trataban de que continuara el largo auge de postguerra.

No es tan difícil extrapolar 1973-74 a 2010-11, ¿verdad? El periodo transcurrido desde 2007 ha sido testigo de una crisis financiera internacional que es, se podría sostener, aún más profunda que la ruptura del sistema de Bretton Woods en 1971. Los EE.UU. se han visto severamente perjudicados por el sobreesfuerzo militar y el estallido de su burbuja inmobiliaria. La inundación de la economía global con dinero barato ha acelerado la recuperación económica, pero a costa de precios con alzas históricas en la alimentación, el cobre a 10.000 dólares por tonelada y el crudo Brent otra vez por encima de los 100 dólares el barril.

Ahora va cayendo el dominó por todo el Norte de África: ayer Túnez, hoy Egipto, mañana quizá Argelia. Los regímenes igualmente antidemocráticos de Oriente Medio, que se asientan sobre enormes porciones de las reservas mundiales de petróleo, observan inquietos la situación. 

En el caso de que la historia se repitiera, el resultado sería inicialmente una mayor inflación a medida que las empresas fueran subiendo los precios y los trabajadores intentaran conseguir salarios mayores. A esto le seguiría la deflación provocada por las apreturas de la rentabilidad empresarial y los ingresos reales de los consumidores a causa de los precios de la alimentación y la energía más caros, unida a las restricciones de la política monetaria conforme los bancos trataran de reducir de nuevo la inflación.

Los mercados financieros, hay que decirlo, parecen notablemente relajados ante estas hipótesis más propias del planeta Marte. Los precios por acción se disparan rugientes columpiándose en el optimismo ante las perspectivas de crecimiento de las dos mayores economías del mundo, China y los EE.UU. Los mercados de bonos también parecen haberse desembarazado del riesgo de que los responsables políticos puedan empezar en fecha próxima a aumentar el coste de los préstamos.

Esta visión del mundo, no obstante, se basa en una serie de supuestos, unos más plausibles que otros. El primero es que se producirá una transición pacífica a la democracia en Egipto. El segundo es que no se registrará un efecto en cascada en los estados productores de petróleo de Oriente Medio. El tercero es que, aunque se extiendan las protestas, por ejemplo, a Arabia Saudí, el flujo de petróleo se verá relativamente poco afectado. El cuarto es que la recuperación global es ya bastante robusta para menospreciar cualquiera de las dificultades locales que planteen los acontecimientos del Norte de África y Oriente Medio. Y por último, que los precios de las materias primas en aumento son señal de una recuperación que empieza a echar raíces. 

Hay parte de este análisis que suenan a ciertas. En 2011, un Egipto con Hosni Mubarak en trance de abandonar parece bastante distinto del Egipto de octubre de 1973 con el ejército israelí cruzando el Canal de Suez. No hay razón inherente por la que un nuevo gobernante deba adoptar una posición antioccidental, y a largo plazo la transición a la democracia en toda la región sumaría estabilidad geopolítica. 

Tampoco es inevitable que se derrumben otros regímenes. Los elevados precios de los alimentos y los niveles crónicos de desempleo que afectan a una población joven son tan evidentes en Arabia Saudí como en Egipto, pero los elevados precios del petróleo vienen a significar que el gobierno nada en dinero y trataría de comprar a los disidentes. Dicho esto, la descripción por parte del monarca saudí Abdulá de quienes protestan en Egipto como "infiltrados que tratan de desestabilizar su país" muestra que los saudíes ofrecerán palo además de zanahoria en caso de que se extiendan los llamamientos en favor del cambio de régimen. La actual situación de Oriente Medio no es anómala comparada con la de Europa Oriental en 1989 (cuando Mijail Gorbachov tiró del enchufe, retirando el apoyo militar soviético) pero una lección de la caída del comunismo es que hasta el régimen de apariencia más estable puede ser rápidamente derrocado si se dan las circunstancias precisas.

Pero para que el suministro de petróleo se vea gravemente afectado, el descontento tendría que extenderse y llevar a regímenes que quisieran utilizar sus reservas de crudo con fines políticos. Ha habido un repunte en los precios del petróleo, pero por el momento eso es todo lo que hay. Hay razones a largo plazo que explican los elevados precios del petróleo, pero no hay ninguna razón evidente por la que los acontecimientos de Egipto tengan que hacer que el costo del crudo se aproxime a los niveles históricos de casi 150 dólares por barril que vimos en 2008.

Sólo que lo que resulta "evidente" no siempre le importa mucho a los mercados financieros, en los que los precios se ven influidos por oleadas de confianza excesiva intercaladas con accesos de pánico. Por el momento, el ánimo es de máximo optimismo, marcado no sólo por una disposición a hacer caso omiso de lo que sucede en Egipto sino también a minimizar las evidencias de sobrecalentamiento en Asia y la especulación de materias primas alentada por la política de dinero barato de la Reserva Federal. Irónicamente, esto conducirá a precios del petróleo aún más elevados y alimentos todavía más caros, lo que incrementará las posibilidades de un brusco aterrizaje final.

Así pues, ¿qué pasa entonces con la política? Quienes presionan en favor de una mayor disciplina monetaria sostienen que la lección de 1973-74 es que una vez que arraiga la inflación resulta tremendamente difícil de erradicar. Las medidas políticas han sido demasiado holgadas durante demasiado tiempo. No hacer nada supone el riesgo de bombear todavía más aire en las burbujas de activos, que acabarán por reventar, conduciendo a la recesión. Quienes defienden que la política se mantenga sin cambiar o aflojar afirman que los sindicatos son mucho menos poderosos que en 1973 y no pueden presionar al alzar en el precio del trabajo en respuesta a los precios más elevados de las materias primas. El coste cada vez mayor del petróleo y los alimentos actúa de hecho como impuesto al consumo, siguiendo su argumento, lo que lleva a presiones deflacionarias y, por último, a una menor inflación. Aplicar una política más estricta convertiría la desaceleración en recesión, sobre en todo países como Gran Bretaña, en los que los elevados niveles de deuda personal entrañan  que los particulares sean vulnerables a  tasas de interés más elevadas. Por el momento, parece probable que las tasas de interés sigan sin cambios, pero los sucesos de Oriente Medio se han sumado a un dilema peliagudo sobre las medidas políticas. 

La verdad es que resulta difícil ver cómo puede acabar bien esto. La razón por la que el petróleo resulta tan caro refleja lo que sucede en China y los Estados Unidos, más que en Egipto y Túnez, pero con todo deberíamos seguir preocupados. ¿Por qué? Porque las cuatro recesiones principales desde principios de los 70 se han visto precedidas por una brusca subida de los precios del petróleo.

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