Los gobiernos elevan las apuestas en su lucha con los mercados



Los gobiernos apuestan a doble o nada en su lucha con los mercados financieros. El paquete que anunciaron el pasado fin de semana es drástico. Pero la pregunta es si se trata algo más que una solución temporal. La respuesta es negativa. La eurozona ha fracasado en su diseño inicial. Sólo tendrá éxito si se lleva a cabo una radical reforma.

¿En qué consiste el plan? Primero, los gobiernos europeos han comprometido 500.000 millones de euros (440.000 millones de euros en garantías de crédito a los miembros de la eurozona en dificultades, y un incremento de 60.000 millones de euros en una facilidad comunitaria de ayuda a la balanza de pagos).
Segundo, el Fondo Monetario Internacional aportará, según parece, otros 250.000 millones de euros. Tercero, el Banco Central Europeo ha decidido, para disgusto de Axel Weber, el presidente del Bundesbank, adquirir los bonos de los miembros objetivo de los ataques.
Finalmente, la Reserva Federal de EEUU ha reabierto el mecanismo de préstamos de emergencia (líneas swap), para dar a los bancos extranjeros acceso a financiación en dólares. Es una respuesta, motivada por el pánico, al pánico en los mercados. Nos recuerda al otoño de 2008.
¿Dará resultado? Asumiendo que se ratifique, la respuesta debería ser “sí”, tal y como concluyeron los mercados. Aumenta mucho el coste de las apuestas contra la deuda de los gobiernos débiles. La deuda pública de la eurozona es ligeramente inferior a la estadounidense, en relación al producto interior bruto (PIB). Si los gobiernos solventes deciden apoyar a los menos solventes, pueden hacerlo, por el momento.
¿Por qué se ha creído necesaria una intervención tan radical? No es precisamente, después de todo, lo que los diseñadores tenían en mente. Es aquí donde tenemos que remontarnos al origen del proyecto de la unión monetaria. Se asentaba sobre tres supuestos principales: primero, los límites definidos por el tratado limitarían los déficits fiscales de los miembros; segundo, en el caso de que esto no se cumpliese, la cláusula de “no rescate” les obligaría a ello; y, tercero, las economías miembros convergirían con el tiempo. Por desgracia, nada de esto se ha cumplido.
En primer lugar, los límites sobre los déficits definidos por el tratado demostraron ser ineficaces e irrelevantes. Ineficaces porque, aunque deberían haber sido vinculantes, se ignoraron. El caso más espectacular fue el de Grecia, que manipuló sus cifras. E irrelevantes porque algunos países que tienen hoy grandes déficits, particularmente España, cumplían con facilidad el criterio fiscal, mientras que su burbuja económica se inflaba: España gestionó superávit fiscales en 2005, 2006 y 2007.
En segundo lugar, los mercados no prestaron atención a la emergente fragilidad fiscal, calificando igual a todos los bonos de la eurozona. Como Paul De Grauwe, de la Universidad de Leuven, señala en una mordaz misiva al Centro Europeo de Estudios Políticos: “El origen de la crisis de la deuda gubernamental es el pasado despilfarro de amplios segmentos del sector privado, y en especial del sector financiero”. Los mercados financieros alimentaron la orgía y ahora, ante la situación de pánico, se niegan a financiar el proceso de limpieza consiguiente. En cada fase, han actuado a favor del ciclo.
En tercer lugar, la historia de la economía de la eurozona ha girado, en consecuencia, en torno a la divergencia y no a la convergencia. El balance externo ocultó la emergencia de países con enormes superávit por cuenta corriente y las correspondientes exportaciones de capital, en particular Alemania, y de otros en la situación opuesta, especialmente España. En los países con una débil demanda doméstica y una baja inflación, los tipos de interés reales eran altos; en los países con una fuerte demanda y una baja inflación, sucedía lo contrario. El resultado no son sólo inmensos déficit fiscales, ahora que el gasto del sector privado se ha colapsado, sino la necesidad de recuperar la competitividad perdida. Pero, dentro de la eurozona, esto sólo es posible mediante una rebaja de los salarios, un mayor crecimiento de la productividad que en Alemania (y, por lo tanto, una mayor tasa de desempleo), o ambos.
Ahora, los gobiernos luchan para enfrentarse a las repercusiones. Pero, al insistir en que no habrá impagos, están protegiendo al sistema financiero de su estupidez. En su lugar, serán los ciudadanos de los países endeudados los que paguen. ¿Terminará siendo un acuerdo aceptable, sin que los países afectados vuelvan a crecer? Difícilmente.
Así que, ¿qué hacer ahora? Debemos empezar por reconocer que lo único que hemos hecho es ganar un poco de tiempo. En esta primera crisis de la eurozona, los gobiernos se han visto obligados a realizar intentos desesperados por evitar los impagos, ya que el crédito se ha secado. Ahora afrontan grandes decisiones.
La primera y más importante es si avanzar hacia una mayor integración o hacia la desintegración. La respuesta ha de ser la primera opción. Desde luego, la vuelta a las divisas nacionales entra dentro de lo posible. Pero esto provocaría la implosión del sistema financiero, ya que la relación entre los activos y las deudas, ahora en euros, se volvería muy incierta. Se producirían masivos flujos de capital hacia los bancos de los países considerados seguros.
La segunda es cómo gestionar las divergencias. La eurozona no puede confiar sólo en los mercados. Tendrá que supervisar las divergencias en épocas de bonanza y suavizar los ajustes cuando la situación empeore. Ese es el motivo de que sea fundamental un fondo monetario. Tal vigilancia tiene que influenciar las políticas de los países tanto con escasez como con exceso de demanda. Incluso los primeros deberían entenderlo ahora: ¿por qué acumular, después de todo, activos extranjeros sin valor?
La tercera es cómo facilitar las variaciones en la competitividad. Esto implica una reforma del mercado laboral. También puede traducirse en medios legales para ajustar los salarios nominales, de forma excepcional.
La cuarta se refiere a cómo reforzar la solidaridad. Una idea interesante, del Instituto Bruegel de Bruselas, defiende que los países de la eurozona deberían formar un fondo común con hasta el 60% del PIB de sus deudas nacionales, creando así uno de los dos mayores mercados de deuda pública del mundo.
La última es sobre cómo reestructurar el exceso de deuda. Es algo que debe permitirse. La alternativa genera un inmenso riesgo moral, no entre los políticos como se ha temido, sino entre los financieros.
Como ha dejado claro mi colega, Wolfgang Münchau, es la hora de la verdad, especialmente para Berlín. La supervivencia de la eurozona interesa a Alemania a largo plazo, no sólo porque sea la culminación de una política de posguerra de integración europea. La unión monetaria también ha protegido la competitividad de la industria alemana y permitido, por lo tanto, el crecimiento de la economía, pese al estancamiento de la demanda doméstica.
Alemania se inclina por pensar que todo iría bien si se sometiera a los países deficitarios a una mayor disciplina. Esto es falso. La respuesta consiste, en su lugar, en crear un sistema que reconozca y responda a la realidad. Esa inclinación debe cambiarse para contener la divergencia, facilitar la reestructuración de la deuda y promover el ajuste económico. Es esto o el fracaso. Lo que hace falta ahora es valor para efectuar reformas con prudencia.

AUTOR : Martin wolf
FUENTE : FINANCIAL TIMES

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