Las reformas son imprescindibles
Durante el último medio siglo, Wall Street se dejó embelesar por los cuentos de hadas que relataban las maravillas de los mercados no regulados y los ilimitados beneficios de la innovación financiera. La crisis ha asestado un golpe a este sistema de creencias, pero todavía no ha aparecido nada que lo sustituya.
Esto se evidencia en las tímidas propuestas de reforma contempladas actualmente en Estados Unidos y en otras economías avanzadas. Aunque hayan sufrido la peor crisis financiera de las últimas generaciones, son muchos los países que han mostrado una considerable desgana para promover la clase de reforma sistemática necesaria para hacer entrar el sistema financiero en vereda.
Por el contrario, la gente habla de hacer pequeños ajustes en el sector financiero, como si el motivo de lo sucedido fueran sólo unas cuantas malas hipotecas.
A lo largo de la mayor parte del 2009, el jefe de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, intentó repetidamente acallar las demandas de una normativa radical. En sus discursos y en su declaración ante el Congreso, suplicó que mantuvieran con vida la innovación financiera y que "se opusieran a una respuesta que lo único que hará es protegernos de una tormenta cada 100 años".
No es la primera crisis
Esto es totalmente ridículo. Lo que hemos vivido no ha sido una especie de suceso aislado que sólo ocurre una vez cada cien años. Desde su creación, EEUU ha sufrido crisis bancarias y desastres financieros brutales con regularidad. A lo largo de los siglos XIX y XX, miedos y depresiones atroces golpearon el país una y otra vez.
La crisis fue más una consecuencia de un sistema financiero subprime que de los créditos subprime. Influyó todo, desde unas retorcidas fórmulas de retribución a unas corruptas agencias de rating, el sistema financiero mundial contagió al exterior su putrefacción. La crisis financiera se limitó a desgarrar la lustrosa y brillante piel que se había convertido, con el paso de los años, en una gangrena.
Titularización
El camino de la recuperación será largo. Para empezar, la retribución de los directivos debe promover la coincidencia de sus intereses con los de los accionistas. Esto no significa necesariamente una menor retribución, aunque pueda ser deseable por otros motivos; solamente significa que los salarios de los empleados de las compañías financieras deberían alentarles a tener cuidado con los intereses a largo plazo de las empresas.
También debe revisarse la titulización. Las soluciones simplistas, como la de pedir a los bancos que asuman una parte del riesgo, no bastarán; se necesitarán unas reformas más radicales. La titulización debe mostrar una transparencia y homogeneización mucho mayores, y los productos titulizados deben estar estrictamente regulados. Y lo que es más importante, los préstamos incluidos en titulizaciones deben ser sometidos a una vigilancia más estrecha. Las hipotecas y otros préstamos deben ser de gran calidad, y si no, deben ser claramente identificados como subprime.
Hay personas que creen que la titulización debería abolirse. Esto es miope: debidamente reformada, la titulización puede ser una herramienta valiosa para la reducción, y no para el agravamiento, del riesgo sistémico. Pero para que funcione, debe operar de una manera mucho más transparente y homogoneizada.
Si no se produce este cambio, la fijación exacta del precio de estos valores, y no digamos la reactivación del mercado de titulizaciones, es casi imposible. Necesitamos reformas que ofrezcan la tranquilidad que ofreció la Administración estadounidense de Alimentos y Fármacos (FDA) cuando se creó.
Más información y transparencia
Empecemos por la homogeneización. En la actualidad, hay una inexistente estandarización al confeccionar títulos respaldados por activos. Las "estructuras de las operaciones" (la letra pequeña) puede variar mucho de una oferta a otra. Los informes mensuales sobre operaciones ("informes mensuales de resultados") también varían considerablemente en los datos ofrecidos. Esta información debería normalizarse y concentrarse en un único lugar.
Podría hacerse a través de canales privados o, mejor aún, bajo los auspicios del Gobierno. Por ejemplo, la Comisión de Valores estadounidense (SEC) debería exigir a todos los emisores de títulos respaldados por activos que revelaran una serie de informaciones estándar, desde los activos o préstamos originales a las cantidades abonadas a los individuos o a las instituciones que originaron el título.
La manera en que se normalice esta información es lo de menos, siempre que se haga: es necesario que dispongamos de alguna forma de poder comparar estos diferentes valores para que pueda fijarse su precio con exactitud.
En la actualidad, estamos bloqueados por un grave problema de peras y manzanas: la ausencia de homogeneización hace que sea imposible proceder a su comparación exacta. O dicho de otra manera, el sistema actual no nos permite cuantificar el riesgo, lo que redunda en una incertidumbre mucho mayor.
La normalización, una vez alcanzada, crearía inevitablemente unos mercados más líquidos y transparentes para estos valores. Esto sería perfecto, pero también deben tenerse en cuenta algunas advertencias.
En primer lugar, conseguir que los títulos respaldados por activos clásicos sean más transparentes es relativamente fácil; es más difícil conseguirlo con valores muy complicados como las Obligaciones con Garantía de un Fondo de Deuda (CDO), o creaciones menos ilusorias como el CDO2 y el CDO3.
CDO
Piense un momento en lo que oculta un típico CDO. Empiece con miles de préstamos individuales diferentes, ya sean hipotecas comerciales o inmobiliarias, créditos para la compra de automóviles, crédito de tarjetas, pequeños préstamos profesionales, préstamos a estudiantes o a empresas. Empaquételos juntos en un título respaldado por activos (ABS). Coja este ABS y combínelo con otros 99 ABS, y tendrá 100 ABS. Este es su CDO. Ahora coja este CDO y combínelo con otros 99 CDO, cada uno con su propia mezcla de ABS y de activos subyacentes. Ahora calcule: en teoría, se supone que el comprador de este CDO controla en cierta manera la salud de 10.000 prés- tamos subyacentes. ¿Lo conseguirá? Por supuesto que no.
Por este motivo, valores como los CDO, ahora conocidos con el apodo de Obligaciones Chernobyl, deben estar estrictamente regulados e incluso prohibidos.
En su actual personificación, están demasiado alejados de los activos que les otorga valor y es prácticamente imposible normalizarlos. Gracias, en gran parte, a su complejidad individual, no transfieren tanto riesgo ya que lo enmascaran bajo la cobertura de unas estrategias de gestión del riesgo esotéricas y, a la larga, engañosas.
De hecho, la curiosa carrera de los CDO y de otros valores tóxicos recuerda otro acrónimo menos famoso: GIGO, o basura entra, basura sale. Utilicemos una metáfora para hacer salchichas: ponga carne de rata y trozos de cerdo con triquinosis en su salchicha, combínela con otros muchos tipos de salchicha (todas con rellenos igualmente asquerosos), el problema no quedará resuelto; seguirá teniendo una salchicha nauseabunda.
El sesgo más importante de la reforma de la titulización es, pues, la calidad de los ingredientes. Al final, el problema no es que los ingredientes hayan sido loncheados y cortados para que no puedan ser reconocidos, sino que lo que llevan dentro no fue nunca bueno.
Dicho de otra manera, el problema de la "creación y distribución" radica menos en la distribución que en el origen. Lo que importa es la clasificación crediticia de los préstamos emitidos en primer lugar.
También deben imponerse unas reformas exhaustivas en los mortales instrumentos derivados que estallaron en la reciente crisis. Los que se comercian fuera de un mercado regulado, mejor descritos como instrumentos derivados "por debajo de la mesa", deben ser sacados a la luz del día, deben colocarse en cámaras de compensación y en mercados organizados y deben registrarse en bases de datos; su uso debe ser restringido. Además, la reglamentación de los instrumentos derivados debería fusionarse en un único organismo regulador.
Agencia de rating
Las agencias de calificación también deberían estar obligadas a cambiar su modelo de negocio. El hecho de que obtengan sus ingresos de las compañías que califican ha provocado un enorme conflicto de intereses.
Deberían ser los inversores quienes paguen las calificaciones de deuda, no las instituciones que la emiten. Ni tampoco debería permitirse que las agencias de rating pudieran vender servicios de asesoramiento a los emisores de la deuda. Para finalizar, el negocio de la calificación de deuda debería abrirse a un mayor número de competidores. En la actualidad, un puñado de firmas acapara un poder excesivo.
Además, deberían imponerse reformas incluso más radicales, disolviendo algunas instituciones consideradas demasiado grandes para caer, entre ellas Goldman y Citigroup. Pero otras muchas, menos visibles, merecen ser también desmanteladas. El Congreso debería desenterrar la legislación bancaria Glass-Steagall revocada hace diez años e ir más allá, actualizándola para reflejar los desafíos que presenta no sólo la banca, sino también el sistema bancario en la sombra.
Reformas delicadas
Estas reformas son delicadas, pero incluso las normativas más cuidadosamente concebidas pueden torcerse. Las compañías financieras se dedican al arbitraje y trasladan sus operaciones desde un ámbito reglamentado a otro fuera de la supervisión gubernamental. El estado fragmentado y descentralizado de la regulación en EEUU no ha hecho más que agravar este problema. Al igual que el hecho de que la profesión de regulador financiero ha sido considerada, hasta hace poco, como un trabajo mal pagado y sin futuro.
La mayoría de estos problemas tienen solución. Los reglamentos pueden ser formulados con cuidado y miras al futuro, para taponar los vacíos jurídicos antes de que aparezcan. Esto significa resistir el incomprensible impulso de aplicar normativas únicamente a una selecta clase de compañías, por ejemplo, las instituciones demasiado grandes para caer, y en su lugar imponerlas a todos, para evitar que la intermediación financiera se desplace a compañías más pequeñas y menos reguladas.
Asimismo, la regulación puede y debe consolidarse en las manos de un menor número de reguladores con mayor poder. Y lo que es más importante, la retribución de los reguladores debe adaptarse a su papel clave para la salvaguarda de nuestra seguridad financiera.
El papel de los bancos centrales
Podría decirse que los bancos centrales tienen el poder absoluto, y la responsabilidad absoluta, de proteger el sistema financiero. En los últimos años, lo han hecho muy mal. No han impuesto su propia regulación, y lo que es peor, no han hecho nada para evitar el desmadre del entusiasmo especulativo.
Si acaso, han alimentado estas burbujas y, después, en compensación han hecho todo lo que estaba en sus manos para salvar a las víctimas de la inevitable ruina. Esto es imperdonable. En el futuro, los bancos centrales deben utilizar obligatoriamente la política monetaria y la política crediticia para refrenar y doblegar las burbujas especulativas.
Los bancos centrales por sí solos no pueden abordar los retos que afronta la economía mundial. El enorme y desestabilizador desfase de las cuentas corrientes mundiales es una amenaza para la estabilidad económica a largo plazo ya que provoca el riesgo de una rápida depreciación del dólar; solventar ambos problemas requiere un nuevo compromiso de gobernabilidad económica internacional. Debe fortalecerse el Fondo Monetario Internacional (FMI) y darle el poder necesario para crear una nueva moneda de reserva internacional.
Y también debe reformarse el gobierno del propio FMI. Durante demasiado tiempo, un puñado de antiguas y pequeñas economías han dominado el FMI. Debe cederse el lugar pertinente en la mesa a las economías emergentes, un movimiento fortalecido por el creciente poder e influencia del G20.
Todas estas reformas permitirán reducir la incidencia de las crisis, pero no las extinguirá. Tal como una vez dijo Hyman Minsky: "No existe ninguna posibilidad de que podamos establecer este derecho de una vez por todas; la inestabilidad, sometida a prueba por una serie de reformas, reaparecerá, al cabo de un tiempo, con una nueva apariencia." Las crisis no pueden ser abolidas; al igual que los huracanes, sólo pueden ser gestionadas y mitigadas.
Paradójicamente, esta perturbadora verdad debería darnos esperanzas. En las profundidades de la Gran Depresión, los políticos y técnicos adoptaron unas reformas del sistema financiero que pusieron los cimientos para cerca de 80 años de estabilidad y seguridad. Inevitablemente desmontado, pero 80 años es toda una vida.
Si contemplamos el futuro de las finanzas desde el atolladero de nuestra propia y reciente Gran Recesión, podríamos intentar emular este logro. No hay nada que dure eternamente, y las crisis siempre reaparecen. Pero no deben surgir tan fuertes.
Si reforzamos los diques que rodean nuestro sistema financiero, podremos sobrellevar las crisis de los próximos años. Aunque las aguas suban de nivel, nos mantendremos secos. Pero si no nos preparamos para los inevitables huracanes, si nos engañamos a nosotros mismos pensando que nuestras anticuadas defensas no serán nunca más vulneradas, deberemos afrontar la amenaza en el futuro de un gran número de inundaciones.
AUTOR : Nouriel Roubini
FUENTE : EL ECONOMISTA
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