La 'conversión' de Christine Lagarde



Por ANTÓN COSTAS
 Cuenta la Biblia, en los Hechos de los apóstoles, que yendo Saulo (San Pablo) camino de Damasco para hostigar a los primitivos cristianos, un rayo de luz venido del cielo le hizo caer al suelo y escuchó una voz que le decía: "Saulo, entra en la ciudad y allí se te dirá lo que tendrás que hacer". Aquel suceso fue el inicio de su conversión.
Con Christine Lagarde parece haber ocurrido algo parecido. Como responsable de la economía francesa en el Gobierno de Nicolás Sarkozy, era el azote de los que defendían políticas de estímulo para salir de la recesión y del paro, y partidaria ferviente de la austeridad compulsiva. Pero yendo camino de Washington para hacerse cargo del Fondo Monetario Internacional, al entrar en esa catedral de la ortodoxia económica mundial parece como si un rayo de luz la hubiese iluminado y hubiera oído una voz que la ha convertido en un nuevo apóstol del pragmatismo económico como medio más eficaz para evitar la recaída en la recesión y en el desempleo masivo.
Leyendo su arenga a los banqueros centrales, reunidos a invitación de su colega Bern Bernanke en su cita veraniega en Jackson Hole (Wyoming), o su intervención de hace unos días en el Chatham House-Royal Institute for Internacional Affairs de Londres, se percibe lo extraordinario de su conversión.
Ahora, con un mejor conocimiento de las economías europea y mundial y un mejor análisis económico, advierte, casi con pánico, a Gobiernos y autoridades monetarias del riesgo de recaída en la recesión y de la urgencia en cambiar la política económica para poner en marcha una estrategia más pragmática que, sin desatender la contención del déficit a medio plazo, ponga la prioridad en la recuperación de la economía y del empleo.
No vean en mis palabras asomo alguno de crítica por esta conversión. Todo lo contrario: pienso que hay que tener valentía moral para cambiar como lo ha hecho ella cuando algún conocimiento nuevo te ilumina o las circunstancias cambian.
Y las circunstancias han cambiado a lo largo de 2011 como consecuencia de dos factores principales. Por un lado, la continuidad del proceso de desapalancamiento de las familias, empresas y bancos ha debilitado el consumo y la inversión y ha hecho que el motor principal de la economía, el sector privado, esté al ralentí. Por otro, la política de austeridad compulsiva europea -y el incomprensible debate norteamericano sobre el límite de deuda- han hecho que el motor auxiliar del sector público se haya desactivado cuando más necesario era. La consecuencia es el riesgo de recaída en la recesión que todos los indicadores económicos señalan de forma unánime.
Como es conocido, las recaídas son peores que la enfermedad inicial. Cogen al cuerpo enfermo más débil y con menos defensas. Pero, paradójicamente, ese miedo a volver a contraer la enfermedad que está detrás del discurso de Lagarde puede ser lo que al final nos salve de volver a la recesión.
La historia puede servirnos de guía en este punto. La recaída en la recesión que sufrió la economía norteamericana a mitad de los años treinta como consecuencia de la retirada de los estímulos públicos, cuando había comenzado a repuntar después de la depresión provocada por el crash del 29, fue lo que convenció al presidente Franklin Delano Roosevelt de la necesidad de abandonar su inicial política de austeridad por una nueva estrategia apoyada en un intenso programa de inversiones públicas para fomentar la recuperación y el empleo. Ese programa fue conocido como New Deal (nuevo acuerdo o pacto social) y salvó la economía y la democracia norteamericanas.
Sin embargo, Europa no supo poner en marcha un New Deal similar y mantuvo a toda costa las políticas de austeridad. La consecuencia fue una larga depresión y un desempleo masivo. Bajo la promesa de crear empleo, esa situación facilitó la llegada al poder de gobiernos populistas y fascistas que utilizaron las inversiones y las acciones militares como mal remedo del New Deal roosveltiano. El resto es conocido.
Lagarde probablemente ha recordado esta historia. Y desde Washington advierte ahora a los Gobiernos del riesgo de la recaída en la recesión y de sus efectos políticos.
Pero, sin embargo, en Europa aún no se atreve a llevar la contraria a la política fiscal contractiva generalizada que defiende Angela Merkel para toda la Unión, tanto para los países sobreendeudados como para los que no tienen ese problema. Alemania lleva año y medio cometiendo un grave error de diagnóstico y de terapia en la gestión de la crisis de deuda. Y los demás Gobiernos, necesitados de su ayuda financiera, no son capaces de sacarla de ese error.
Esta crisis no es consecuencia únicamente de la prodigalidad de los países católicos de la periferia. El caso irlandés es el mejor ejemplo para refutar la visión. La crisis de la deuda es también consecuencia de un fallo espectacular del sistema financiero europeo, particularmente del alemán. Si desde Alemania no se reconoce esa complejidad del diagnóstico, seguirá equivocándose en la terapia.
Pero, a pesar de todas las señales en contra, especialmente las que vienen desde las élites liberal-conservadoras alemanas, pienso que Angela Merkel conseguirá que a final de este mes el Parlamento vote mayoritariamente el acuerdo del pasado 21 de julio. Otro resultado tendría consecuencias económicas, políticas y morales que Alemania no podría soportar.
Este acuerdo, además de renovar la ayuda a Grecia a través de un mecanismo menos gravoso, pone en marcha el nuevo fondo europeo de rescate con capacidad para actuar de prestamista fiscal de último recurso de los Gobiernos. Ese será un gran paso, aunque no la solución definitiva. Esa no existe.

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