La Gran Depresión en el recuerdo económico




La polémica que ha surgido en los Estados Unidos y Europa entre quienes proponen un mayor estímulo gubernamental y los partidarios de la moderación fiscal da enteramente la impresión de un debate sobre la historia económica. Los dos bandos han vuelto a examinar la Gran Depresión del decenio de 1930 –además, de la historia de las crisis de deuda soberana, que se extiende a lo largo de siglos– en una polémica que tiene poco parecido con las polémicas habituales de política económica.

El bando partidario del estímulo se refiere con frecuencia al perjuicio causado por la moderación fiscal en los Estados Unidos en 1937, cuatro años después de la elección de Franklin Roosevelt como Presidente de los EE.UU. y el lanzamiento del Nuevo Trato. Según los cálculos del economista Paul van den Noord, el resultado neto del presupuesto de 1937 fue una contracción fiscal que representó tres puntos porcentuales del PIB, lo que no constituyó una cantidad insignificante precisamente. El crecimiento económico se desplomó del 13 por ciento en 1936 al 6 por ciento en 1937 y el PIB se contrajo un 4,5 por ciento en 1938, mientras que el desempleo aumentó del 14 por ciento al 20 por ciento. Aunque la política fiscal no fue la única causa de la doble caída, la inoportuna moderación fiscal contribuyó, desde luego, a ella.

Así, pues, ¿estamos como en 1936 y podría la restricción presupuestaria prevista en muchos países provocar una similar recesión con doble caída?

Está claro que la comparación tiene límites. Para empezar, ha transcurrido mucho menos tiempo desde la crisis financiera, la recesión ha sido mucho menos profunda y la recuperación ha llegado mucho antes. Además, acontecimientos importantes que ocurrieron entre la crisis del mercado de valores de 1929 y la restricción fiscal de 1937 –en particular, el giro de los Estados Unidos hacia el proteccionismo en 1930 y la agitación monetaria de los años posteriores– carecen de equivalente actualmente.

No obstante, el episodio de 1937 sí que parece ilustrar los peligros que entraña intentar consolidar la hacienda pública en un momento en el que el sector privado sigue estando demasiado débil para que la recuperación económica sea autosostenida. (Otro caso con consecuencias similares fue el aumento de la tasa del valor añadido del Japón en 1997, que precipitó un desplome del consumo).

Los halcones fiscales también se basan en argumentos brindados por la Historia. Los economistas Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff han estudiado siglos de crisis de deuda soberana y nos recuerdan que el mundo desarrollado actual tiene una historia olvidada de quiebra soberana. Un ejemplo particularmente revelador es el período posterior a las guerras napoleónicas de comienzos del siglo XIX, cuando una serie de Estados agotados incumplieron sus obligaciones. El decenio de 1930 es pertinente también a este respecto, en vista de que en él hubo otra serie de quiebras de Estados europeos, entre ellas –y no fue la menor precisamente– la de Alemania.

Lo que la Historia nos dice a este respecto es que las quiebras no son privativas de los países pobres y deficientemente gobernados. Son una amenaza para todos, en particular en épocas de gran movilidad de capital, en las que los gobiernos dependen demasiado de la aparente disposición de prestadores extranjeros para facilitar fondos y, cuando se detienen las entradas de capital, se encuentran en graves aprietos.

Una vez más, las comparaciones tienen límites: resulta particularmente difícil inferir de episodios pasados los límites de la deuda pública. Al fin y al cabo, la deuda pública británica superó el 250 por ciento del PIB en el período posterior a la segunda guerra mundial y Gran Bretaña no quebró, pero una idea importante que brinda la Historia es que es más probable que las políticas fiscales insostenibles provoquen quiebras cuando no se pueden abordar con inflación. Así fue con los regímenes monetarios basados en el oro, como, por ejemplo, el patrón-oro del siglo XIX, y así es en la actualidad en el caso de los países que han renunciado a su autonomía monetaria, como, por ejemplo, los miembros de la zona del euro.

En épocas normales, la Historia es cosa de los historiadores y el debate sobre la política económica se basa en los modelos y los cálculos econométricos, pero las actitudes cambiaron en cuanto estalló la crisis en el período 2007-2008. De hecho, los banqueros centrales y los ministros estaban obsesionados en aquella época con el recuerdo del decenio de 1930 e hicieron conscientemente lo contrario que sus predecesores hace 80 años.

E hicieron bien. En épocas extraordinarias, la Historia es, en realidad, una guía mejor que los modelos calculados con datos correspondientes a épocas corrientes, porque capta variaciones que las técnicas de series temporales habituales pasan por alto. Si queremos saber cómo abordar una crisis bancaria, el riesgo de una depresión o la amenaza de una quiebra, es natural que examinemos las épocas en que esos peligros existían, en lugar de basarnos en modelos que pasan por alto semejantes peligros o los tratan como si fueran nubes lejanas. En épocas de crisis, las mejores guías son la teoría, que capta la esencia de un problema, y las enseñanzas que se desprenden de la experiencia pasada. Todo lo que queda entre medias es prácticamente inútil.

Sin embargo, el peligro de basarse en la Historia es el de que no tenemos una metodología para dilucidar qué comparaciones son pertinentes. Resulta fácil considerar pruebas las analogías ligeras y se puede recurrir a una gran diversidad de experiencias para apoyar una opinión particular. Así, pues, las autoridades (cuyo conocimiento de la historia económica suele ser limitado) corren el riesgo de perderse entre referencias históricas contradictorias.

La Historia puede ser una brújula esencial cuando la experiencia pasada brinda rumbos inequívocos, pero un recurso indisciplinado a la Historia podría llegar a ser una forma confusa de expresar opiniones. La gestión de los asuntos públicos por analogía puede propiciar fácilmente una gestión confusa.

AUTOR : Jean Pisani-Ferry es director de Bruegel, centro de estudios europeo.
FUENTE : PROJECT SYNDICATE

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