La doctrina del shock
Por Augusto Klappenbach
PUBLICO
Naomi Klein ha desarrollado lo que ella llama “la doctrina del shock”: la historia muestra muchos ejemplos de países en los cuales las políticas neoliberales de la escuela de Chicago dirigida entonces por Milton Friedman, que no hubieran sido aceptadas en tiempos normales, se impusieron aprovechando la confusión y el desconcierto que provocaron en la población acontecimientos traumáticos o catástrofes naturales. Friedman propone claramente esta estrategia en su libro Capitalism and freedom: “solo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelva políticamente inevitable”. Traducido: es necesario aprovechar las crisis para imponer nuestras ideas —las que “flotan en el ambiente”— que no serían aceptadas democráticamente en tiempos normales.
Los casos de Chile y Argentina son paradigmáticos: fueron necesarios golpes militares especialmente crueles y una cultura del miedo para que los ciudadanos aceptaran sin oposición una reconversión de su economía regida por los nuevos dogmas económicos. Pero también catástrofes naturales como el tsunami del sudeste asiático o el huracán Katrina de Nueva Orleáns constituyeron la ocasión para que importantes empresas privadas aprovecharan el vacío que provocaron esos desastres para avanzar en la privatización de la economía. El triunfo de Margaret Thatcher en la guerra de las Malvinas le permitió remontar una popularidad gravemente amenazada y profundizar sus medidas privatizadoras. Por no hablar de la guerra de Irak, durante la cual se llegaron a contratar empresas privadas para que controlaran a otras empresas privadas que gestionaban la ocupación militar.
Afortunadamente en el caso de España no hemos tenido que sufrir golpes militares, tsunamis, huracanes ni guerras. Pero el impacto que ha provocado la crisis en la psicología social de nuestro país ha originado un vacío y una confusión que pueden ser aprovechados para dar un paso más en la privatización de muchos servicios públicos hasta ahora en manos del Estado, adelgazando nuestro precario estado de bienestar. En una situación de inseguridad y caos es mucho más fácil imponer soluciones poco consensuadas por la población que en épocas de prosperidad. El miedo, que es un componente importante de la crisis, suele tener como consecuencia el seguimiento incondicional a quien prometa eliminar su causa o bien reacciones histéricas igualmente improductivas. Y así como en estas situaciones de crisis hay que temer la irrupción de demagogos y dictadores de todo tipo —al estilo de Hitler en la Alemania de los años treinta— también resulta preocupante el poder creciente de grupos de correctos financieros vestidos de negro y civilizados empresarios que llevan años esperando su oportunidad. Como dice N. Klein, se trata de “esperar a que se produzca una crisis de primer orden o estado de shock, y luego vender al mejor postor los pedazos de la red estatal a los agentes privados mientras los ciudadanos aun se recuperan del trauma, para rápidamente lograr que las ´reformas´ sean permanentes”.
Desde el gobierno se suele transmitir el mensaje de que los recortes a este modesto “estado de bienestar” son temporales y se eliminarán una vez superada la crisis. Pero hay motivos para dudarlo: al rebufo de la crisis financiera se están tomando medidas cuya orientación poco o nada tiene que ver con disposiciones coyunturales y transitorias dirigidas a disminuir el déficit público. Mientras las especulaciones financieras siguen sin pagar impuestos y los paraísos fiscales campando por sus respetos, la reforma laboral recorta derechos que los trabajadores consiguieron después de muchos años de lucha, la subida de impuestos y la inspección fiscal recae casi exclusivamente en los sectores populares y apenas roza a las grandes fortunas, la sanidad y otros servicios públicos se privatizan progresivamente, la educación dificulta cada vez más el acceso de los estudiantes con menos recursos, la reforma de la jubilación prevé medidas para el año 2020, aunque ningún economista sea capaz de anticipar el estado de las finanzas públicas para entonces y la desigualdad no cesa de aumentar. ¿Alguien piensa que estas medidas van a desaparecer cuando se logre reducir el déficit? De hecho, nuestro Ministro de Economía ya se adelantó a la posibilidad del fracaso de los servicios públicos cuando afirmó que si la crisis dura mucho tiempo será imposible financiar las prestaciones sociales. Aunque, por lo visto, será posible seguir financiando una administración pública abundante en gastos inútiles, desde organismos innecesarios hasta legiones de asesores sin funciones específicas que se trasladan en coches oficiales.
No se trata de postular teorías conspirativas. Probablemente muchos de los principales responsables de esta situación no previeron a tan largo plazo las ventajas que les ofrecería su irresponsabilidad, su incompetencia y su falta de escrúpulos. Pero de hecho la gestión actual de la crisis ha convertido a sus culpables en sus principales beneficiarios: son los únicos a quienes se “rescata” y quienes pueden reeditar sus especulaciones en la seguridad de que el Estado acabará saliendo en su ayuda. El único aspecto positivo de esta crisis es la creciente movilización popular que en buena parte es el resultado del tan denostado 15M que, más allá de las incoherencias y contradicciones inevitables en un movimiento plural y asambleario, ha generado un aporte pedagógico que se ha concretado en causas tales como la defensa de la vivienda, la sanidad y la enseñanza, Y resulta casi sorprendente que algunas de estas movilizaciones hayan obtenido resultados concretos, aunque parciales: se han evitado cientos de desahucios, algún hospital se ha salvado de ser desmantelado, algunas leyes se han detenido al menos por el momento. Tal vez estas movilizaciones no sean suficientes para recuperar el control democrático de los asuntos públicos, pero no cabe duda de que son indispensables.
Escritor y filósofo
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