Gigantismo imperial y decadencia del planeta Tierra
Por Tom Engelhardt
Tom Dispatch
Se extendía desde el Caspio al Mar Báltico, desde el centro de Europa a las Islas Kuriles en el Pacífico, de Siberia a Asia Central. Su arsenal nuclear incluía 45.000 ojivas, y sus fuerzas armadas tenían a cinco millones de soldados bajo las armas. No había habido nada parecido en Eurasia desde que los mongoles conquistaron China, ocuparon partes de Asia Central y el altiplano iraní, y cabalgaron hacia Medio Oriente, saqueando Bagdad. Sin embargo, cuando la Unión Soviética colapsó en diciembre de 1991, desapareció la potencia imperial más pobre y más débil.
Y entonces hubo una sola. Nunca había habido un momento semejante: una sola nación montada sobre el globo sin un competidor a la vista. Ni siquiera había un nombre para un Estado (o estado de ánimo) semejante. “Superpotencia” ya había sido utilizado cuando había dos. “Hiperpotencia” fue probado brevemente pero no se impuso. “Única superpotencia” duró un poco pero no satisfizo. “Gran Potencia”, otrora el cénit de los apelativos, ya era una frase inferior, heredada de los siglos en los que varias naciones europeas y Japón expandían sus imperios. Algunos comenzaron a hablar de un mundo “unipolar” en el cual todos los caminos llevaban… bueno, a Washington.
Hasta hoy, nunca hemos captado enteramente ese momento en el cual el imperio soviético se convirtió inesperadamente –sobre todo, para Washington– en el imperio que explotó y ardió. El vencedor de la Guerra Fría, que permaneció de pie, pareció, entonces, ser un imperio sobre el que no se ponía el sol. Fue como si siempre la humanidad hubiera viajado hacia ese día. Parecía ser el final de la línea.
¿El último imperio?
Después del ascenso y la caída de asirios y romanos, de persas, chinos, mongoles, portugueses, holandeses, franceses, ingleses, alemanes, y japoneses, parecía haber terminado un proceso. EE.UU. dominaba de un modo previamente inimaginable – excepto en películas de Hollywood en los que los malos cacareaban sobre sus malévolos planes de dominar el mundo.
Para empezar, EE.UU. fue un imperio del capital global. Con la caída del comunismo al estilo soviético (y la transformación de un régimen comunista en China en una cuadrilla de autoritarios “arribistas capitalistas”), no había ningún otro modelo sobre cómo hacer algo, hablando económicamente. Había el camino de Washington –y el del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial (ambos controlados por Washington– o había la carretera, y la Unión Soviética ya había dejado bastante claro a dónde conducía: a la obsolescencia y a la ruina.
Además, EE.UU. tenía una potencia militar sin precedentes. Para cuando la Unión Soviética comenzó a tambalearse, los dirigentes de EE.UU. ya habían estado durante casi una década utilizando conscientemente “la carrera armamentista” para llevar a su oponente a una temprana muerte a fuerza de gastos. Y fue lo curioso después de siglos de carreras armamentistas; cuando ya no quedaba ninguna competencia, EE.UU. continuó una carrera armamentista de uno solo.
En los años siguientes, sobrepasó a todos los demás países o combinaciones de países en gastos militares por sumas asombrosas. Era la sede de los más poderosos fabricantes de armas del mundo, estaba tecnológicamente a años luz por delante de cualquier otro Estado, y seguía desarrollando futuros armamentos para 2020, 2040, 2060, incluso a pesar de haber establecido un casi monopolio sobre el comercio global de armas (y así, controlaba quién estaría bien armado y quién no lo estaría).
Tenía un imperio de bases en el extranjero, más de 1.000, que abarcaban el globo, otro fenómeno sin precedentes. Y dominaba culturalmente, de nuevo de una manera que hacía que comparaciones con otros momentos parecieran ridículas. Como los fabricantes de armas estadounidenses producían cosas que estallaban de noche para una audiencia internacional, las películas de acción y de fantasía de Hollywood conquistaban el mundo. De esas cintas a los arcos dorados, el logo de Nike, y el ordenador personal, no existía otra cultura que se aproximara a reivindicar un semejante sello distintivo global.
Las principales potencias económicas no estadounidenses del momento –Europa y Japón– mantenían fuerzas armadas dependientes de Washington, tenían bases de EE.UU. cubriendo sus territorios, y continuaban albergándose bajo el “paraguas nuclear” de Washington. No es de extrañar que, en EE.UU., el momento post soviético haya sido pronto proclamado como “el fin de la historia”, y la victoria de la “democracia liberal” o la “libertad” hayan sido celebrados como si realmente no hubiera un mañana, excepto más de lo que podía ofrecer la actualidad.
No es de extrañar que, en el nuevo siglo, los neoconservadores y los expertos que los apoyaban hayan comenzado a afirmar que los imperios británico y romano habían sido mediocres en comparación. No es de extrañar que personajes clave dentro y alrededor del gobierno de George W. Bush hayan soñado con establecer una Pax Americana en el Gran Medio Oriente y posiblemente en todo el mundo (así como una Pax Republicana en el interior). Imaginaron que podrían realmente impedir que otro competidor o bloque de competidores se alzaran para cuestionar el poder de EE.UU. Jamás.
No es de extrañar que hayan tenido notablemente pocos titubeos antes de lanzar sus incomparablemente poderosas fuerzas armadas a guerras por elección en el Gran Medio Oriente. ¿Qué podía posiblemente fallar? ¿Qué podría colocarse en el camino de la mayor potencia que la historia haya visto?
Evaluando el momento imperial, al estilo del Siglo XXI
Casi un cuarto de siglo después de la desaparición de la Unión Soviética, lo notable es cuánto –y cuán poco– ha cambiado.
Desde el punto de vista del cuánto: Los sueños de gloria militar de Washington se derrumbaron con asombrosa velocidad en Afganistán e Iraq. Entonces, en 2007, el trascendente imperio del capital también se acercó a la implosión, cuando un desastre financiero unipolar se propagó por el planeta. Condujo a la gente a comenzar a preguntarse si no sería posible que la mayor potencia del globo pudiera, de hecho, ser demasiado grande para fracasar, y nos vimos repentinamente –como todos dijeron– lanzados a un “mundo multipolar”.
Mientras tanto, el Gran Medio Oriente, cayó en la protesta, la rebelión, la guerra civil, y el caos sin que hubiera una Pax Americana a la vista, cuando un sistema de Guerra Fría controlado por Washington en la región se estremecía sin (todavía) colapsar. La capacidad de Washington de imponer su voluntad al planeta parecía cada vez más ser la más descabellada fantasía, mientras cada señal, incluyendo la hemorragia del tesoro nacional en la pérdida de guerras multibillonarias, no reflejaba predominio sino una posible decadencia.
Y sin embargo, en la categoría de cuán poco: los europeos y los japoneses se mantuvieron acurrucados bajo ese “paraguas” estadounidense, con sus territorios todavía repletos de bases estadounidenses. En la Eurozona, los gobiernos siguieron reduciendo sus inversiones en la OTAN y en sus propias fuerzas armadas. Rusia siguió siendo un país con un considerable arsenal nuclear y unas fuerzas armadas reducidas pero todavía grandes. Sin embargo, no mostró señales de pretensiones de “superpotencia”. Otras potencias regionales cuestionaron económicamente la unipolaridad –Turquía y Brasil, para nombrar dos– pero no en lo militar, y ninguna mostró la necesidad de competir por sí sola o en bloques en un sentido imperial con EE.UU.
Los enemigos de Washington en el mundo siguieron siendo de tamaño modesto (aunque presentados en enormes proporciones en la cámara de resonancia de los medios estadounidenses). Incluían a un par de tambaleantes potencias regionales (Irán y Corea del Norte), una o dos insurgencias minoritarias, y grupos relativamente pequeños de “terroristas” islamistas. Aparte de eso, como una medida del poder en el planeta, no más de un puñado de otros países tenía un puñado de bases militares fuera de su territorio.
Dadas las circunstancias, nada podría haber sido más extraño que esto: en su momento de total predominio, la única superpotencia de la Tierra con fuerzas armadas de un asombroso potencial destructivo y sofisticación tecnológica no podía ganar una guerra contra guerrillas con un armamento mínimo. De un modo aún más impresionante, a pesar de no tener serios oponentes en ningún sitio, parecía no estar en ascenso sino en decadencia, con su infraestructura en descomposición, su población económicamente deprimida, su riqueza cada vez más desigualmente dividida, su Congreso al parecer irreparable, mientras que el gran sonido succionador que se podía escuchar era el de dinero y poder orientados hacia el Estado de seguridad nacional. Más temprano que tarde, todos los imperios caen, pero este caso resultaba ser ciertamente curioso.
Y luego, por supuesto, estaba China. En el planeta que ha sido habitado por la humanidad durante los últimos miles de años, ¿puede caber alguna duda de que China habría sido la potencia escogida para cuestionar, temprano o tarde, el dominio de la gran potencia reinante del momento? Se estima que posiblemente sobrepasará a EE.UU. como la economía número uno del globo en 2030.
Ahora mismo, el gobierno de Obama parece estar trabajando precisamente sobre la base de esa suposición. Con su bien publicitado “pivote” (o “reajuste”) hacia Asia, ha estado actuando para “contener” lo que teme que pueda ser la próxima gran potencia. Sin embargo, aunque los chinos ciertamente están expandiendo sus fuerzas armadas y desafiando a sus vecinos en las aguas del Pacífico, no hay señales de que la dirigencia del país esté dispuesta a lanzarse a algo parecido a un desafío global a EE.UU. ni que podría hacerlo en algún futuro concebible. Sus problemas internos, de la contaminación a la agitación, siguen siendo suficientemente alarmantes para que cueste imaginar que China no esté absorbida por problemas internos hasta 2030 y más allá.
Y luego había un solo (planeta)
Desde el punto de vista militar, cultural y en cierta medida económico, EE.UU. se mantiene sorprendentemente solo en términos imperiales en el paneta Tierra, aunque pocas cosas han dado los resultados esperados en Washington. La historia de los años desde la caída de la Unión Soviética pueden resultar ser una historia de cómo la dominación y la decadencia de EE.UU. fueron a la par con la parte decadente de la ecuación, sorprendentemente autogenerada.
Y sin embargo existe una posibilidad genuina, incluso desconcertante: ese momento de “unipolaridad” en los 90, puede realmente sido el punto del fin de la historia, como los seres humanos la habían conocido durante milenios – es decir, la historia del ascenso y la caída de imperios. ¿Podría EE.UU. ser en realidad el último imperio? ¿Es posible que no haya ningún sucesor porque algo ha cambiado profundamente en el campo de la construcción de imperios? Una cosa es cada vez más clara: sea cual sea el estado de EE.UU. imperial, hay algo significativamente más crucial para el destino de la humanidad (y de los imperios) que está en decadencia. Hablo, por supuesto, del planeta en sí.
El actual modelo capitalista (el único disponible) para una potencia en ascenso, sea China, India, o Brasil, es también un modelo de decadencia planetaria, posiblemente de naturaleza precipitada. La definición misma del éxito –más consumidores de clase media, más dueños de coches, más compradores, lo que significa el uso de más energía, la quema de más combustibles fósiles, que más gases invernadero lleguen a la atmósfera– es también, como nunca antes, la definición del fracaso. Mientras mayor el “éxito”, más intensas las sequías, más fuertes las tormentas, más extremo el clima, mayor la elevación de los niveles del mar, más cálidas las temperaturas, mayor el caos en tierras bajas o tropicales, más profundo el fracaso. La pregunta es: ¿Conducirá esto a un fin de los modelos anteriores de la historia, incluyendo el hasta ahora predecible ascenso de la próxima gran potencia, el próximo imperio? En un planeta que degenera, ¿es posible imaginar la próxima etapa en el gigantismo imperial?
Cada factor que normalmente conduciría a la “grandeza” ahora lleva a la decadencia global. Este proceso –que no podría ser más injusto para países con tardías revoluciones industriales y de consumo– da un nuevo significado a la frase “capitalismo del desastre”
Por ejemplo los chinos, cuyos dirigentes, al abandonar el modelo maoísta, hicieron lo más natural del mundo en la época: modelaron su futura economía según la de EE.UU. – es decir, en el éxito como era definido en aquel entonces. A pesar de tradiciones comunales tradicionales y revolucionarias, por ejemplo, decidieron que para ser una potencia en el mundo tenían que convertir al coche (o sea el conductor individual) en un pilar de cualquiera futura China capitalista de Estado. Si dio resultados en EE.UU., daría resultados para ellos, y en el corto plazo, funcionó como un sueño, un milagro capitalista – y China creció.
También fue, sin embargo, una fórmula para contaminación masiva, degradación ecológica, y el lanzamiento de combustibles fósiles hacia la atmósfera en cantidades récord. Y no es solo China. No importa si se habla del uso voraz de energía de ese país, incluyendo sus posibles “bombas de carbono”, o el potencial de que la decadencia estadounidense sea detenida por nuevos métodos extremos de producir energía (fracking, extracción de arenas bituminosas, perforación en aguas profundas). Semejantes métodos, por mucho que afecten los entornos locales, pueden ciertamente convertir a EE.UU. en una “nueva Arabia Saudí”. Pero eso, por su parte, solo contribuiría aún más a la degradación del planeta, a una decadencia en una escala cada vez mayor.
¿Y si, en el Siglo XXI, la decadencia aumentara en lugar de disminuir? ¿Y si el momento unipolar resulta ser un momento planetario en el cual eventos imperiales previamente distinguibles –el ascenso y la caída de imperios– se fusionan en un solo sistema desastroso?
¿Y si la historia de nuestros tiempos fuera la siguiente: Entonces había un planeta, y se iba deteriorando?
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